Mi país después del triunfo de Trump
Por María Gonzalez
El miedo y la desesperanza que sintieron mis amigos y amigas después de que se anunció el resultado de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos no me llegaron de inmediato. Abracé a mis colegas y amigos durante el día el 9 de noviembre. El 10 de noviembre, fui a una vigilia en apoyo a los soñadores frente a la Casa Blanca acompañada de mujeres fuertes quienes habían sonreído todo el día en el trabajo para disimular la preocupación que sus ojos llorosos delataban. El 15 de noviembre, con una sonrisa cálida y un corazón cansado, abracé a un estimado amigo quien había trabajado en la campaña de Hillary Clinton. No fue hasta el 18 de noviembre, al pasar tras la garita de seguridad en el aeropuerto internacional General Mitchell en Milwaukee, Wisconsin, y abrazar a mi madre y a mi padre, que finalmente lloré.
El país que le había dado la bienvenida a mis padres en 1975, la tierra que aman y que es su hogar, aparentaba ser un país hostil que apoyaba a un hombre que, por votos y prensa, había llamado a gente decente como ellos criminales y violadores.
Como millones de mexicanos y latinos que llegaron a los Estados Unidos en busca de una mejor vida, mi madre y padre trabajaron arduamente para lograr su sueño americano: una casa propia, tardes tranquilas en compañía de sus gatos, y carnes asadas animadas por cumbias y norteñas y por las ocurrencias de sus tres hijas. A través de sus dificultades y triunfos en el trabajo y en la vida, ellos aprendieron que este país es grande porque con trabajo y esfuerzo, uno puede encontrar oportunidades para salir adelante sin importar la clase social, la raza u origen. Después de todo, es una nación de inmigrantes. Pero la idea de que un hombre como Trump pudiera ganar la presidencia, desacreditaba esta lección valiosa, aquella que le enseñaron a sus hijas a través del ejemplo.
Junto a mis dos hermanas, aprendí a traducir idiomas y culturas a temprana edad, y me convertí en un puente entre los dos mundos en donde habitaban mis padres, una joven cónsul entre su México y mi Estados Unidos. Me encantaban mis tareas “diplomáticas” y ayudar a mis padres cuando podía. Llamaba a bancos y consultorios médicos, ayudaba a escribir solicitudes, y los acompañaba a consultas médicas. También les traducía documentos, tomaba sus ordenes del menú de McDonald’s y en Applebee’s y me aseguraba que las películas de Clint Eastwood que mi mamá tanto adora tuvieran subtítulos en español. Íbamos al Lago Michigan a ver los juegos pirotécnicos en el 4 de julio, y cuando hacíamos viajes de familia al zoológico o a los museos, me convertía en su traductora personal. Ellos trabajaban muy duro y sacrificaban mucho por mi y por mis hermanas, que yo quería enmendar la grieta entre sus identidades duales para que pudieran tener la experiencia completa de ser estadounidense. No quería que se perdieran de nada.

Imagen por Geoff Livingston
Las elecciones del 2016 no fueron la excepción. Mis padres la siguieron de cerca. Todos los días miraban los noticieros de Univisión y Telemundo y mi padre, quien dominó el inglés, le echaba un ojo a C-SPAN. Las llamadas semanales ahora incluían una letanía de preguntas y preocupaciones sobre los más recientes comentarios incendiaros de Trump. Mi padre me llamó después de que se diera a conocer la grabación de Access Hollywood y me preguntaba enfadado que cómo era posible que un hombre que trataba a las mujeres de una manera tan terrible, aún siguiera en la contienda presidencial. Mi madre no entendía por qué las cualificaciones de Hillary eran opacadas por el show de Trump y por qué al público le eran indiferentes sus comentarios racistas y misóginos. A mis padres también les preocupaban las políticas anti-inmigrantes y el futuro de su cuidado médico si Trump llegaba a ganar.
Después del día de elecciones, yo, aún fiel cónsul de mis padres, tuve la tarea de explicarles por qué una mujer calificada y con méritos había perdido una elección presidencial frente a un hombre sin cualificaciones y quien había gritado una y otra vez que no quería a personas como ellos. Los Estados Unidos había elegido a un hombre que insultaba a los mexicanos, prometía un muro inútil entre los Estados Unidos y México, y una deportación masiva. Sus eventos de campaña y sus entrevistas estaban llenas de discursos y comentarios divisivos que amenazaban el bienestar de los musulmanes, de la comunidad LGBTQ, de los afro-americanos, de los latinos, de las mujeres y hasta de los periodistas. Cuando Trump ganó la elección, por primera vez desde que empecé a ayudarles a mis padres a entender los matices de ser estadounidense, me quedé sin una sola respuesta a sus preguntas.
Cuando lloré en el aeropuerto en Milwaukee, mi madre me abrazó y me dijo en su tono maternal y firme, “Todo está bien.” Caminé en medio de mi madre y mi padre en la terminal, con un brazo en los hombros de ambos. De ahí, nos fuimos a su taquería favorita en Milwaukee, la ciudad en donde han ido al mercado mexicano desde que llegaron a este país hace más de 40 años. Rumbo a la taquería, vi lo mismo había visto por años—la cámara de comercio hispana, un coloso y colorido mural que muestra banderas de países latinos abrazados por una paloma de la paz y firmado por un artista que se apellida Hernández, y gente de diversas razas caminando en la avenida National y la calle Cesar Chávez.
Hay esperanza, pensé. La lección que mis padres aprendieron sobre este gran país estaba alrededor de nosotros en Milwaukee, y también en Los Ángeles, en Miami, en San Antonio, en Phoenix, en Denver y en todo el país. Nuestras comunidades prósperas, las que durante décadas han aprendido a unirse en tiempos de adversidad, son muestra viviente de que nuestra nación está postrada sobre cimientos de inclusión, diversidad y oportunidad para todos. Un solo hombre con un mensaje de división y de odio no puede deshilachar décadas de luchas y victorias por nuestros derechos civiles. Aún seguimos siendo una nación de inmigrantes y nada puede cambiar esta verdad. Hoy nos toca a todos—latinos, blancos, afro-americanos, asiáticos, musulmanes, LGBTQ, mujeres—a no rendirnos al miedo, a la desesperación y a las lágrimas sino a unirnos y a sobresalir como la nación fuerte, diversa e inclusiva que somos.
* María trabaja en Wahington para la organización Latino Victory Project, dedicada a aumentar el poder político latino en los Estados Unidos.