
Las Mujeres Venezolanas Que Huyen de la Crisis y se Prostituyen en Ecuador
By Karla Pesantes
Son las 20:10hs. Es un sábado más de trabajo en la avenida Elías Muñoz Vicuña al norte de Guayaquil, la segunda ciudad más importante de Ecuador. Lleva puesto un vestido negro corto, casi a la mitad de los muslos. Lo acompaña con unos zapatos y labios de tono rojo fuerte, sinónimo de amor, romance, sexo, pasión y sensualidad.
“Sofía” recorre la cuadra de norte a sur en esta avenida de Guayaquil, justo afuera de un almacén de materiales de construcción. En medio de un calor agobiante de 32 grados centígrados y sin nada de brisa, la joven dialoga con el guardia de seguridad, camina con cautela y detiene su andar cuando escucha el pito de un auto. Su primer interesado: un conductor a bordo de una camioneta negra. Sin suerte la joven continúa su espera. Pueden pasar 45 minutos hasta conseguir el primer cliente. Luego se detiene otro interesado en una motocicleta, pero tampoco hay trato. Es temprano aún y el comercio sexual en esta calle guayaquileña recién empieza.
Una discoteca con palmeras pintadas en las paredes y un prostíbulo, disfrazado de bar nocturno y con una diminuta puerta de rejas negras, también se aprestan a abrir al público.
A una cuadra de Sofía se ubica “Reina”. Vestida de naranja, tacones altos y con celular en mano, la oscuridad es su estrategia. No deja ver su rostro y solo levanta la mirada cuando un auto pasa muy despacio por la acera.
Sofía y Reina, cuyas nombres son falsos, son inmigrantes de Venezuela y con esperanzas de regularizar su permanencia en este país donde la prostitución es ilegal. Dejando atrás familia, violencia en las calles, desabastecimiento en los supermercados y trabajos de explotación, y tras un viaje terrestre de tres días atravezando Colombia, llegaron a la ciudad fronteriza de Tulcán, Ecuador, un país que si bien tiene sueldos en dólares, ofrece pocas oportunidades de empleo y en donde cuatro de cada diez personas no tiene un trabajo adecuado, según datos del INEC.
Así como ellas, otros 42.000 ciudadanos venezolanos ingresaron al territorio ecuatoriano, de los cuales el 16% tramita una visa de trabajo, según señala La Sociedad Civil de Venezolanos en Guayaquil.
Pocas opciones para inmigrantes venezolanos.
La doctora Martha Cecilia Ruiz, investigadora de la Flacso (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales), ha investigado el fenómeno de la migración y comercio sexual en Ecuador desde hace una década. En uno de sus artículos titulado “Migración Transfronteriza y comercio sexual en Ecuador: condiciones de trabajo y las percepciones de las mujeres migrantes”, Ruiz aborda las condiciones de trabajo y percepciones de mujeres migrantes dedicadas al trabajo sexual en Ecuador.
Entrevistando a más de 80 perfiles, la mayoría en El Oro, una provincia al sur del territorio ecuatoriano, llega a la conclusión de que las experiencias de las migrantes inmersas en el comercio sexual son infinitamente “heterogéneas” y que no pueden ser reducidas a una razón absoluta: el crimen organizado o la trata de personas.
“Dentro del universo de mujeres empobrecidas hay ciertos niveles de decisión, ellas dentro de su panorama de pocas opciones, eligen entre un trabajo precario y uno informal, pero mejor pagado. Consideran que con el trabajo sexual pueden dar un mejor tipo de vida a sus hijos, madres o padres, y no solo dinero para sobrevivir un día a la vez”, dice la investigadora.
Además existe la tendencia de estigmatizar los rasgos y el género. “Se dice por puro estereotipo que las mujeres venezolanas son más ardientes, abiertas sexualmente y que por ser blancas son consideradas más bellas”, según Ruiz.
Para ella, estos estereotipos dentro del comercio sexual ecuatoriano elevan la demanda y crean estas percepciones de migración venezolana dedicada exclusivamente a la prostitución.
La historia de Karol
“Autónomo, sin horarios ni jefes.” Así es el oficio de Karol, una joven de 30 años y que llegó hace 4 meses a Guayaquil desde Guaira. Recuerda la fecha exacta: “fue un 4 de septiembre del 2017 y llegué con 10 dólares en la mano”. En su ciudad trabajaba en la recepción de un hotel.
Desde febrero del 2017 una amiga, quien ya estaba en Guayaquil, le había prometido traerla a Ecuador, pero estaba tardando mucho en enviarle dinero para el viaje. “Estaba desesperada por salir, pero sabía que ni vendiendo el televisor, la refrigeradora y todo en mi casa me alcanzaba para irme”, dice.
Fue así que inició una relación con un joven en redes sociales, quien la ayudó a salir de Venezuela. Vendió un televisor y llegó hasta Cúcuta, donde le esperaba una transferencia de su amigo virtual. Luego de comprar el boleto de bus, compró pan, agua, galletas y queso para el camino. Tras viajar más de 48 horas llegó a Guayaquil un domingo por la tarde.
“Aquí me siento libre”, agrega Karol, madre de dos niñas, una de 13 y otra de 3 años. Cuenta que a veces se deprime porque se ha perdido momentos importantes de su familia, “pienso que si estuviera allá sí estaría haciendo el papel de madre, pero no tendríamos qué comer. Mi mamá me dice que gracias a Dios pude salir de allí para ayudarlas”.
Su relato transcurre con una voz firme, sin signos de quebrarse o de llanto. Hay risas, se emociona cuando recuerda que su ciudad es un balneario al cual regresará junto a los amigos que ha hecho en Ecuador.
Se alegra aún más al contar que cada semana puede enviar entre 20 a 25 dólares a sus hijas y mamá. Esto equivale a cinco meses de trabajo en Venezuela. “También ayudo al papá de una de mis nenas y a mi sobrina con la universidad. En marzo traeré a mi hermana a quedarse conmigo”.
Karol trabaja todos los días desde las 14h00 hasta la 1 am y a diferencia de Sofía o Reina que recurren a las calles para conseguir un cliente, ella los encuentra usando la aplicación Tinder.
En pocos meses Karol ha conseguido lo que muchos venezolanos anhelan: 250 dólares para tramitar una visa de residencia temporal en Ecuador. En Guayaquil vive con 4 amigos venezolanos en un apartamento ubicado en Sauces 3, un vecindario de clase media trabajadora y donde hoy en cada esquina se escucha el acento venezolano. Entre todos dividen el arriendo de 280 dólares al mes, la comida y gastos de luz o servicio de internet. En el barrio, se divisan restaurantes de arepas y comida ecuatoriana a la parrilla preparada por cocineros de Caracas. “A veces se siente como en casa”, dice la joven de cabellera negra larga.
“¿A qué te dedicas en Ecuador?”, le preguntamos.
Hace una pausa y dice: “En diciembre empecé a trabajar por mi cuenta”. Suelta una carcajada y continúa: “soy como lo llaman ustedes aquí, trabajadora sexual”, aunque aclara que su servicio es más de acompañamiento y masajista.
En diciembre la joven obtuvo más de 900 dólares y enero se perfila como un mes de iguales ganancias. Antes de dedicarse al comercio sexual estuvo un mes sin trabajo en Guayaquil.
“Esto es temporal y no es que me gusta o lo disfrute, lo que sé es que puedo cubrir todo lo que estoy haciendo. Si tuviera un empleo normal, con un día de trabajo donde me paguen 13 dólares no me alcanzaría. Mi mamá y dos hermanas saben lo que estoy haciendo y me entienden”, añade.
La conversación termina con el mismo tono: jovial y sin lamentos. Cuenta emocionada que tiene dos alcancías, y una de ellas con monedas de un dólar está casi llena. “Tendré que comprarme otra muy pronto y tengo una más con puros billetes de 20, comenta.
Los peligros del prostíbulo
No todas las jóvenes venezolanas dedicadas al trabajo sexual tienen la libertad que profesa Karol. Hay historias de aquellas que laboran en prostíbulos o los llamados “night clubs” en Ecuador. Son lugares llenos de humo de cigarrillo, olor a cerveza y con canciones de salsa o merengue de fondo.
Uno de ellos, “El Imperio” se ubica en el casco industrial de Durán, un cantón a 15 minutos de Guayaquil. Aquí en medio de fábricas de cartón, plástico o camarón se levantan decenas de moteles y bares. Algunos son prostíbulos abiertamente y otros improvisan “cuartos” para satisfacer a los clientes.
En “El Imperio” está “Rita” con un vestido largo que cubre sus delgadas piernas. Cabello lacio y labios muy bien pintados. Saluda amigablemente a cuatro clientes en la puerta, y antes de que pueda conversar con ellos, un nuevo cliente la busca.
Le habla al oído, sonríe y tras unos cinco minutos se levanta. Regresa con un pequeño bolso. Está lista para marcharse del lugar junto a su cliente. Por una cita con ella, el puede pagar entre $40 a $50. La transacción sexual será en un hotel fuera de “El Imperio”, pero en muchos casos una joven cancela hasta $ 10 al dueño del lugar por utilizar uno de los cuartos del prostíbulo.
“El Gato”, “El Café rojo”, “La Junior”, “La Isla”, “El Tropezón”, los cabarets en Ecuador se encuentran con una búsqueda rápida en Google. La mayoría alquila cuartos a las trabajadoras sexuales en condiciones, aún reconocidas por una funcionaria de la Defensoría del Pueblo, como precarias.
En Busca de Soluciones
La abogada Zaida Roviro, coordinadora de la Defensoría del Pueblo en 22 cantones de Guayas (una de las provincias de Ecuador) ha defendido de cerca los derechos de las trabajadoras sexuales nacionales y migrantes en Ecuador. Roriro coordina gestiones para controlar los prostíbulos con otras instituciones estatales y recepta las denuncias de maltrato o violencia de las mujeres.
“En Guayaquil casi todos los moteles o cabarets del cordón industrial (Durán) imponen el valor de la cama (alquiler del cuarto) y hasta el precio del cliente para poder competir con otros”, cuenta Roviro con indignación.
Expresa que una joven que cobra entre 10 a 15 dólares por el trabajo sexual puede pagar hasta 7 dólares por el uso del “cuarto”, el cual no es más que un espacio reducido con un colchón y sanitario. “En algunos clubes son obligadas a comprar los condones cuando ellas los obtienen gratis en los centros de salud. Ellas terminan trabajando para los dueños de los prostíbulos”.
Lamenta que aún no exista un catastro oficial de estos centros nocturnos. “Por ley estos lugares son regulados por la Intendencia, y casi en todos los pueblos aún hay los dichosos hoteles que se dedican al comercio sexual”, dice Roviro.
Asegura que cuando la Defensoría del Pueblo, una instancia que en Ecuador designa profesionales legales a personas sin recursos o vulnerables, recibe una denuncia de una trabajadora sexual migrante se articula el trámite con otras instituciones como Fiscalía. “Pero aún hay mucho miedo porque temen ser deportadas o no quieren dar la cara”.
El Cepam (Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer) es otra instancia que recepta denuncias de maltrato a trabajadoras sexuales extranjeras. “Hemos atendido a usuarias británicas, alemanas, canadienses, colombianas, peruanas y venezolanas en los últimos cinco años”, dice Annabelle Arévalo, psicóloga y consejera del centro.
¿La trata como única explicación?
En Ecuador el Ministerio del Interior tiene una Unidad Especializada de la Policía para investigar casos de trata de personas. La Policía ecuatoriana asegura que si en un operativo se encuentra a una migrante, la mujer no es detenida ni deportada. “La Ley de Movilidad Humana y su Reglamento prevé que se otorgue una visa de residencia temporal de excepción para quienes han sido víctimas de este delito”.
Si bien abundan las imágenes de policías de negro y encapuchados, allanando prostíbulos y esposando a victimarios, la doctora Martha Ruiz urge a no reducir toda historia de prostitución con la trata de personas.
“Al hacer una asociación sensacionalista y criminalista del trabajo sexual, corremos el riesgo”, dice Ruiz, “de olvidar causas estructurales como las desigualdades económicas y sociales, o los trabajos precarios que impulsan el comercio sexual”.
FOTOS: Franklin Navarro